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Santa Evita: El cadáver de la nación

La desesperación nos sorprende viendo figuras que no existen. No me refiero al optimismo que intenta ubicar las situaciones en el lugar donde más nos favorece. Hablo de estar quieto en alguna actividad que implique concentración y empezar a ver o imaginar sombras. En mi caso todo tiene otro inicio: yo me empeñé en sugerirme esas imágenes.

Estoy en el punto donde siluetas de formas extrañas se mueven en torno a mí. Antes suponía que todo esto no era más que la repuesta de mi cuerpo a las crueles horas de vigilia que lo someto. Luego, una perversidad me encumbró. Era yo quien inventaba estas historias. He llegado al momento donde ya no es necesario imaginar. Todo me cubre sin ser solicitado.

Cuando cierro los ojos imagino que alguien me habla al oído. Presiento que una mano tocará mi hombro, y se acercará a mí súbitamente un rostro deformado por la muerte o talvez la hermosa sonrisa con la que describen a Eva Duarte Perón. Quiero llamarle así; el nombre completo.

No quiero conocerla como los musicales intentan mostrarla: una figura achicada, convertida en caricatura de nombre que ha perdido sentido. Simplifican su imagen hasta llevarla al mito de rubias que lloran al final de todo, sin saber el porqué.

Un cuerpo así no se minimiza. No cabe en un diminutivo. Es un cuerpo del tamaño de un país.

Desde que emprendí la tarea de leer Santa Evita (Tomás Eloy Martínez) me di cuenta que desde la primera página me encontraba frente al mejor ejemplo de lo que debe ser una novela. No sé si malearme o en cambio deleitarme en continuar leyéndola.

El capitulo II, una de las tantas ocasiones en la que Eva muere. Aquí es donde empiezan dos de los peregrinajes que la novela nos plantea. Pasa por la historia de la desposeída, hasta mostrarla convertida en la madremía de los desposeídos. El autor hace lugar común con la historia real. Nos narra la vida de la niña que llega a Buenos Aires, describe como toma fuerza y avanza la Joven que a su llegada a la capital trabaja en radionovelas burdas. Nos presenta una Eva fuerte, con voz ronca y ridiculamente imperiosa que desciende hasta la enferma, ya flaqueada. Otra cara con el mismo peso es la Evita que lucha, que intenta levantarse y ser ella. La primera parte de este capitulo la hace debatir entre una realidad que nadie acepta: La verdad sobre su cáncer. Y un pueblo a la deriva constante, que reclama a su benefactora. A la diosa.

Evita yace desfallecida por el mal, mientras su multitud hace vigilia frente a su casa. El último momento de esta escena nos aleja de todo hasta ubicarnos dentro de la habitación. Después de varias semanas por fin ella recobra el conocimiento. El autor empieza la novela de este modo:
“Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir.”

Ella se levanta. Se acerca a la ventana. No entiende porque su pueblo llora. Escucha a su hermano Juan gritando por las habitaciones ¡Eva se salva! ¡Dios es grande!

Las enfermeras corren hacía ella y la obligan acostarse. Su mamá se recuesta a su lado, le acaricia las manos. Eva responde con un ligero quejido. Y con fuerza le aprieta los dedos, como diciéndole: no quiero irme. La madre se quita los zapatos, toma lugar junto a su hija en la cama, la abraza y permanecen en silencio.

Las ventanas dibujan el exterior con un frío mortal. En la habitación de al lado, las enfermeras enceban el mate. Eva Duarte percibe todo diferente. Como si la realidad agonizara con ella también. Escucha la multitud que le reza afuera. Sus oraciones son para que la señora se salve. Daría mi vida por la Señora.

La respiración de las masas la lleva en recuerdos hasta la plaza de mayo. Se va perdiendo en sueños otra vez. Su imaginación, que sufre lo embates de la enfermedad le acerca sus oídos al pecho de los descamisados. Escucha a su pueblo que ahora le parecen palomas. Aves que en pleno invierno aletean su angustia. Tan sólo esa parte, ese fragmento de la novela me costó lágrimas. La cuales impidieron mi lectura por ese día. Para entonces desconocía la boca inmensa y oscura a la cual me dirigía y que pronto terminaría cubriéndome.

He sentido el deseo más reprensible por su cuerpo. No el inmaterial, que estaba hecho de sol líquido. Sino por una de sus copias, hecha de resinas y otros materiales sintéticos. Para ese segundo momento de mi aproximación, aún desconocía lo que me costaría aquel necro-deseo.

¿Lo desconocía realmente? ¿No era una razón más para seguir leyendo?
Ver el libro me causa miedo..., me prometí no hablar esto. Esforzarme en contar mi sensación sin llegar a pactar con lo inverosímil que puede parecer ese estado.

Miedo, como ya dije, a tomar el libro. Tan sólo el rojo de la tapa que tanto me gustó cuando lo vi en la librería, hoy me produce temor. Allí Eva Duarte Perón aparece ya muerta, con el pueblo alzando miles de antorchas. Uno siente que la foto la sorprendió mientras ella violaba la muerte misma y respiraba. El lente de la cámara la capturó en el momento preciso de la exhalación. Así quedó descubierta: no estaba muerta en realidad, nunca lo estuvo. Aquella maldición que poseía su cuerpo en vida -la cual aumentó después de muerta- había atrapado al mundo. Alcanzó también al autor de la novela. Y este señor contagió su necrofilia a todo aquel que como yo, pesó que encontraría allí una historia ya contada miles de veces. Después entendí que había pactado irremediablemente con un texto de culto. Que te lleva a multiplicar su cuerpo.

Donde quiera que vayan mis ojos ahí está esa perversa, acostada, respirando… Convirtiéndonos en victimas ¿Venganza? ¿De qué?

Nos obliga -como el narrador lo fue- a contarle a los demás de la novela. Nos obliga también a reconocer que es admirable la historia que su vida encierra.
La lectura avanza: estoy en el capitulo doce, de dieciséis que contiene el libro. No me detengo. Talvez no me gusta dejar las cosas a mitad o para ser sincero: no puedo dejar de leerla.

Lo peor que he vivido quedará por contarte. La vergüenza de reconocer que en más de una vez me sentí excitado por el cuerpo de la muerta. Aquí me detengo y pienso si alguien puede llegar a pensar que estoy exagerando.

No gastaré esfuerzo en convencerte de que no lo estoy. Intentaré persuadirte de mi desinterés con dos razones. Primero: tengo consciencia de que no tiene utilidad alguna que alguien lea esto, muestra de ello es que el texto está lleno de faltas e incoherencias que no me ánimo a corregir. Lo segundo, es que, no me atrevería a mostrarme tan enfermo sin razón alguna.

Su voz (la cual escuché en una grabación) y su imagen no sólo me llegan cuando estoy en el aislamiento. También en medio de la multitud siento que detrás de mí está su rostro. Alguien me gritará al oído su nombre, para convencerme de que estoy en procesión por las calles de Los Toldos. Donde nació Evita.

Anoche tuve un sueño. Me veía frente a su casa, en el mismo lugar que el capitulo dos sitúa la grasita (como ella le decía al pueblo) Estaba al pie de su ventana esperando por alguna respuesta. Con los brazos en alto y leyendo en los ojos de los demás una veneración que jamás había conocido reina alguna.

Maldiciendo a la divina providencia por sus dolores, que ya eran los míos. Estuve allí gritando: ¡Déjenla vivir! ¡Déjenla morir!
¿A quienes les gritábamos?

Se iba a morir mañana, pero qué importaba. Cien muertes no alcanzaban para pagar una vida como ésa.

Hoy sucedió algo que despejó en mí la idea de que esto es normal. Llegué a la escuela de teatro a la 1:00p.m porque había acordado, con dos de mis compañeras ensayar dos horas antes de las clases. Ellas habían llegado temprano. Estaban empapadas al igual que yo por una fuerte lluvia que cubría todo Santo Domingo, la cual no daba muestra de cesar. No lo hizo sino hasta entrada la noche y aún después quedaban estragos del día que anunciaban una noche igual. Entramos en todo el ritual previo a un ensayo. Nos quejamos del día, hacemos comentarios ligeros de otros compañeros del curso que al igual que nosotros eligen nuestra ausencia para nombrarnos. Hablamos de lo que haríamos en el día. Hasta que las palabras cedieron paso a la acción. Ya en pleno ensayo de las obras, había una parte donde yo debía acostar a una de las muchachas (Silvia) sobre dos cajas de madera. Ella (la niña de la realidad) llevaba un vestido blanco, como era el vestuario de la obra. Pero hoy el gris del día y la luz directa de las lámparas la transformaban en una imagen etérea. Silvia parecía suspenderse en el aire cuando la acosté sobre los cajones y su vestido calló hacia los lados cubriendo lo que la sostenía. Me alejé, porque de lejos las cosas también se aprecian mejor. Como una toma abierta que recoge cada detalle de la escena contemplé su cuerpo y me dije ¡Evita! Era innegable exactamente como el autor de la novela la idealiza. Acostada, en postura de muerta, casi con el rigor mortis, pero viva, respirando. A mi compañera tan solo le faltaba tener el pelo rubio, y ¡qué se yo! Tener una multitud a sus pies. Con ella lograría engañar a cualquiera. ¡Aquí la tengo! La recuperé del cementerio de la Recoleta y ahora es mía. Tomás Eloy se descuidó y me la traje hasta aquí, la volví materia, ahora es mi sol. La llevaré a mi casa y la acostaré sobre el comedor. La peinaré diariamente y, de seguro, le hablaré de mí. Que me conozca como yo a ella. Su cuerpo es el canal entre mis palabras y su alma.

--Era mi versión de la realidad. Me encontré en ella, escudriñando los rincones de mi pasado. Como lo hacía el embalsamador buscando en el cuerpo técnicas de conservación de cadáveres—

Desde que acosté a Silvia, hasta que Rita, mi otra compañera, me marcó el movimiento que seguía en el ensayo, puede resumir en doce segundos ¿Serían tantos? En ese hálito de ilusión la vi más cerca de mí que nunca. Tardé en sobreponerme e intenté continuar sin dejar que algún gesto descubriera mi delirio.
Uno de los personajes de la novela es el doctor Ara. Quien la embalsamó y la cuidó por tres años. El hombre responsable de hacerla materialmente inmortal. Una noche él se presenta al puerto con una bata de Evita. Una multitud esperaba llena de impaciencia. Habían escuchado que el cuerpo fue movido de la CGT. Estaban reunidos para pedir que el ejercitó dispusiera al fin que iban a hacer con los restos de la Señora. Todo el pueblo pensaba que ella le sería devuelta.
El doctor se acercó a la multitud, les mostró el sayo: pauta innegable de que era él el Doctor Ara. Les habló, también, de que deberían levantar sus protestas. Obligar que el cuerpo le sea entregado. Apenas dos horas antes, el ejército le había quitado a Pedro Ara el poder que le había dado la madre de Evita sobre el cadáver. No hicieron caso a su súplica
--Tan sólo unos meses. Si se la llevan ahora se le hará polvo en las manos. –Decía Ara.
--Ya no hay motivos, para prepararla más -Dijo el Coronel Moori Koenig. El oficial encargado de enterrar de una vez por todo aquel protervo resto de ser.
Ara estaba desesperado. Debía tratarla medio año más y ya el cuerpo estaría listo para cualquier viaje. Por eso llegó hasta el puerto. Para explicar allí todo lo que había pasado. Era inútil, nadie le oía. La multitud se había confundió en rumores de que el ejercitó se dirigía hasta ellos para dispersarlos. ¡Mátenlos si es necesario!

Un hombre que cojeaba indefinidamente de ambas piernas le quitó la pieza al doctor y les dijo a los demás que los militares estaban a medio kilómetro. El cometario diluyó a todos los desposeídos. Y el cojo se perdió en el río de La Plata con la bata como bandera.

Hay una relación de esto con hoy. Cuando veía a mi amiga acostada pensé en el vestido. No pasó a ser objeto de mi fetiche, sólo lo observé con curiosidad. Tiempo después, cuando organizábamos todo para regresar hacia nuestras casas, Rita me pidió que me llevara el vestido porque en su mochila no cabía. Tampoco podía dejarlo en la escuela, porque ya no era seguro allí. Así como el cuerpo de Evita no lo era en la Central General de Trabajadores. Tomé la pieza y sin quejarme la metí en mi bulto. Esta noche después de una larga conversación telefónica con mi novia, regresé a mi habitación. Entré, y de inmediato retrocedí varios pasos. Alguien había sacado el vestido del bulto y lo había puesto con cuidado y orden sobre mi cama. El pánico me sobresaltó. Provocó en mí un temor tal, que aún no soy capaz de tocar el vestido y guardarlo en otro lugar. Me quedaré aquí hasta que el sueño pueda sedar mi miedo o el cansancio inutilice mi pudor. Haciendo que no me importe si sobre mi cama está el cadáver mismo de Evita, a quien ahora veo entrar por la puerta de mi habitación sonriéndome. ¿Sonrío yo?

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Santi37


No soy un experto en historia argentina, pero sí sé que al cadáver de Evita lo embalsamaron, y que fue secuestrado, y que llegó hasta Madrid, en donde residía su depuesto viudo el General Perón: lo que no sé es cuánto más de ficción y cuánto más de realidad ha puesto el autor de esta fascinante novela, y la verdad, casi me da igual; el recuento de los delirios de un país por una mujer que de la nada alcanzó la cumbre, incluso llegando a "reinar después de muerta", como se dice que hizo nosecuál reina de la España medieval.

El estilo narrativo me ha recordado mucho al de Vargas Llosa en "La fiesta del Chivo", aunque para mi gusto, el narrador se "entromete" demasiado en las peripecias de Evita, no tanto mientras estaba viva (pues él confiesa que no llegó a conocerla en persona), como cuando, ya muerta, el autor se representa a sí mismo en su búsqueda de material para la ¿investigación? ¿ensayo? ¿novela? de su vida después de la muerte.

Esas disquisiciones son las que aligeraría yo, ya que aportan poco a la narración... y al final se puede llegar a hacer un poco largo este libro. Pero es muy interesante, por esa indefinición entre lo real y lo inventado que te ronda la mente mientras lo lees.

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