Hace mucho tiempo, cuando las palabras no eran suficientes para decir, aún no sé hablar bien, y a los hombres le nacían sentimientos nuevos como el rencor, existió un Demonio que no era maligno ni heraldo de los infiernos. Este demonio amaba los niños, era un ser noble y decente, saludaba al pasar cerca de las señoras y siempre se mostraba interesado a las conversaciones de los caballeros.
Pero como la pasioncilla envidia es mayor que el deseo de la historia por incorporar un demonio a los anales de las buenas hazañas, pero, repito, como el hombre está destinado a odiar, algunos esperaban con ansias que el amigable demonio cayera en desgracia, y en efecto de razones así fue. Un domingo el demonio no se presentó a la iglesia, esta era costumbre sagrada y que cada habitante del pueblo debía respetar. Su ofensa tenía razones mayores de justificación, porque el pobre ángel con cuernos se había despertado este día con una indisposición gástrica que podía desprender en flatulencias estrepitosas. Nuestro héroe no pretendía importunar a nadie, pero este pueblo estaba ya enfadado con él y lo obligaron a vivir en el campanario, el cual, por lugar común sabemos, quedaba en la torre de la iglesia.
El castigo que los peregrinos le precisaron tenía su mayor sufrimiento en que, viviendo en el campanario nunca encontraría paz alguna por el fuerte repique y ensordecedor retumbar de las campanas. Aconteció pues, que este demonio prefirió pedirle a su padre, que es Dios y no Satanás como podríamos pensar, que le permitiera ir al infierno. Dios como buen hacedor, tanteó seis días en responder su petición, al final la concedió.
Sucedido esto, los provincianos se irritaron al ver que Dios le atendió con presteza al Demonio, mientras que ellos llevaban años con sus petitorias y siempre la indiferencia como respuesta. Decidieron pues, prenderle fuego a la iglesia. Dios, una vez más, se manifestó a la ofensa y envió a todo el pueblo a vivir una eternidad en la barriga de nuestro amigo demonio que reposaba en el fondo del infierno, alimentándose de azufre, como acostumbran los demonios de veras.
Pero como la pasioncilla envidia es mayor que el deseo de la historia por incorporar un demonio a los anales de las buenas hazañas, pero, repito, como el hombre está destinado a odiar, algunos esperaban con ansias que el amigable demonio cayera en desgracia, y en efecto de razones así fue. Un domingo el demonio no se presentó a la iglesia, esta era costumbre sagrada y que cada habitante del pueblo debía respetar. Su ofensa tenía razones mayores de justificación, porque el pobre ángel con cuernos se había despertado este día con una indisposición gástrica que podía desprender en flatulencias estrepitosas. Nuestro héroe no pretendía importunar a nadie, pero este pueblo estaba ya enfadado con él y lo obligaron a vivir en el campanario, el cual, por lugar común sabemos, quedaba en la torre de la iglesia.
El castigo que los peregrinos le precisaron tenía su mayor sufrimiento en que, viviendo en el campanario nunca encontraría paz alguna por el fuerte repique y ensordecedor retumbar de las campanas. Aconteció pues, que este demonio prefirió pedirle a su padre, que es Dios y no Satanás como podríamos pensar, que le permitiera ir al infierno. Dios como buen hacedor, tanteó seis días en responder su petición, al final la concedió.
Sucedido esto, los provincianos se irritaron al ver que Dios le atendió con presteza al Demonio, mientras que ellos llevaban años con sus petitorias y siempre la indiferencia como respuesta. Decidieron pues, prenderle fuego a la iglesia. Dios, una vez más, se manifestó a la ofensa y envió a todo el pueblo a vivir una eternidad en la barriga de nuestro amigo demonio que reposaba en el fondo del infierno, alimentándose de azufre, como acostumbran los demonios de veras.
Que esto nos enseñe a no juzgar a nuestros semejantes, ya que más vale tolerarle a un demonio llegar tarde a una cita, que vivir milenios en las fragosas entrañas de nuestros enemigos.
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